domingo, 14 de enero de 2024

El farolero

A veces te encaprichas con la cosa más inesperada. Al menos a mí me pasa. Así me ocurrió un húmedo sábado de enero cuando decidí ir al rastro, bien temprano, en busca de libros de ocasión; libros de segunda mano con los que abaratar mis lecturas. Es un paseo de un par de kilómetros, lo suficiente para estirar las piernas y respirar aire limpio.

A un rastro se acude sin lista de la compra, a ver qué te encuentras. La sorpresa a la vuelta de la esquina. Es imposible saber qué es lo que el azar te va poner por delante. El libro que te puede tener ocupado la próxima semana puede estar esperándote... o no, porque fácilmente puedo regresar a casa con las manos vacías, y es que tienen que darse bastantes situaciones para que finalmente me decida a comprar. Por supuesto, tiene que ser que me interese, que esté medianamente bien cuidado, que no lo tenga ya (mi vaga memoria me suele fallar aquí) y que el precio sea adecuado. Esto depende de muchas circunstancias entre las que se incluyen las anteriores.

De manera que vas al rastro en busca de algún libro pero de pronto, sobre un tapete de terciopelo verde, hay una figura de broce representando un farolero que llama tu atención. Lo primero que te atrae es su pose. Está frente a una farola, con el brazo extendido, pareciera que está encendiendo la farola con la ayuda de un chuzo. El farolero va tocado por un elegante sombrero y una bufanda anudada al cuello, y desprende un perfume al aceite de las novelas de Charles Dickens. Puedes imagina una oscura y neblinosa noche en una calle londinense, cuando aún no existía la iluminación eléctrica. No sé por qué es, pero lo asocio antes a un farolero dickensiano que a un sereno galdosiano. Tampoco es importante. 

Posee algo atractivo, una ligereza estética casi de bailarina de Monet. El tamaño me parece el adecuado, no es ni demasiado grande ni demasiado pequeño y para autoconvencerme de la compra pienso que iría estupendo en la estantería de libros del dormitorio. Lo cojo entre mis manos, como pesando su valor. El vendedor me dice que es de cobre y que tiene en algún sitio un imán para comprobarlo. Le digo que no hace falta. No es su material lo que me atrae. Le pregunto si tiene algún dato de donde procede y me dice que no, que lo desconoce.

El resto lo pueden imaginar.


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