Era domingo y no habían dado las siete de la mañana y ya estábamos en pie. La idea era aprovechar el día lo máximo posible saliendo temprano en dirección a Sintra, Tomamos el desayuno que teníamos incluido en la reserva del hotel y nada más terminar nos recogió en furgoneta una guía en la misma puerta. Teníamos previsto visitar distintos puntos de los alrededores de la capital lisboeta.
Nuestra primera parada era Sintra, que está como a cuarenta minutos desde Lisboa en dirección noroeste. Nos apeamos frente al Palacio Nacional de Sintra y callejeamos por los alrededores, pero no accedimos al palacio porque no estaba previsto en la visita, aunque no me importó mucho pues ya lo había visitado en nuestra anterior vez en Sintra, porque ésta era nuestra segunda ocasión en la ciudad. Desde la plaza que hay justo delante del Palacio, con sus dos curiosas chimeneas, se tiene una elevada y estupenda panorámica del centro de Sintra.
No muy lejos de allí está Quinta da Regaleira, que un palacete de origen masónico, con referencia a la Orden del Temple, de origen templario. Supuestamente en los jardines de esta finca se podrían haber llevado a cabo ritos de iniciación a la masonería. La arquitectura en el edificio principal como en las edificaciones de los jardines están bien conservadas y no les falta un detalle, y en cada detalle, por pequeño que parezca, se esconde una singular leyenda o una historia curiosa que tiene relación con el sentido masónico de la iniciación.
En los cuidados jardines que rodean el palacio se esconden unas grutas que la leyenda sitúa como principio del recorrido de iniciación a la masonería, en él existen varios caminos y bifurcaciones en las que tomar decisiones. A veces el agua, siempre presente en el bautismo, sirve de indicio para la elección del camino, otras veces la luz como señal de verdad. El jardín es grandioso y las distintas construcciones que hay en sus rincones tienen una leyenda curiosa. La Fuente la abundancia, el pozo en forma de torre invertida de nueve pisos, que es muy especial, así como las distintas esculturas, o bancos de piedra, o incluso una capilla que vamos encontrando por el recorrido. Cuando estábamos terminando la visita inesperadamente un chaparrón nos obligó a cobijarnos en el Palacio. En cuanto se debilitó y pasó a ser una ligera llovizna nos acercamos en un salto a la furgoneta y fuimos a nuestra siguiente parada.
La Boca do Inferno es un acantilado en forma de herradura que está como a unos 25 minutos en coche. Tuvimos suerte y aunque había gente no estaba masificado. El mar estaba calmado y el sol brillaba en todo lo alto. Más que un infierno aquello parecía una piscina de relax, pero yo lo he visto en otras circunstancias y traté de explicárselo a los niños, pero el estruendo del las olas al chocar con la roca es algo imposible de reproducir para mí. Aproveché esa parada para tomarme un café
garoto, riquísimo.
Continuamos hacia Cascais, a escasos 2 km. Ya era casi la hora de almorzar. Nuestra guía nos recomendó un sitio en el que probar comida típica portuguesa y le hicimos caso, aunque primero dimos una pequeña vuelta por su centro monumental.
La furgoneta estacionó en la misma entrada de la fortaleza de Nossa Senhora da Luz, junto a la muralla y el ancla junto a la entrada del puerto pesquero. Cascaes es una villa turística cercana a Lisboa, y durante el siglo pasado, junto con Estoril, fue lugar de veraneo de la clase alta portuguesa, por tanto posee edificios señoriales, aunque se puede observar que algunos están, digamos, un poco pasados de moda.
La villa está completamente volcada a la pesca y al turismo. En conjunto podría decirse que Cascais posee un encanto sosegador. Después de un buen rato paseando por sus calles llegamos a Tasca da Vila, que es el restaurante que la guía nos había recomendado. Cumplió con las expectativas que la guía nos había creado y en cuanto regresamos a la furgoneta le dimos las gracias por la recomendación porque habíamos quedado encantados. La atención fue estupenda y el servicio impecable. Lo recomiendo. ¡El bacalau que me tomé, acompañado con una Superbock, todavía me acuerdo de él y lo echo de menos!
Cuesta despedirse de Cascais porque entran ganas de volver a entrar y volver a recorrer su rincones, sus plazas y lo que más apetece es sentarse en una terraza, pedir una cerveça helada y ponerse a leer y entre capítulos levantar la mirada hacia el alrededor. Los colores pasteles de sus fachadas, la piedra enmarcando las puertas y las ventanas, la decoración serpenteante del piso, semejante a la plaza del Rossio hacen el resto del trabajo. Todo es un envoltorio perfecto para el sosiego del espíritu. Dan ganas de detener el tiempo, y mantenerse allí anclado una eternidad.
Pero había que continuar y bajar la comida, y nada hay que ayude a bajar mejor una buena pitanza que un paseo vigoroso. Y no caigo ahora mismo en un trecho más exageradamente vigoroso que la rampa de acceso al Palacio da Pena. La madre que parió a la cuesta. Si no llegaba ya uno cansado después de las horas de pie en el festival del día anterior, por si fuese poco, ahora la cuesta más inclinada que existe en toda Portugal o casi, nos tocó subirla ahí, encima con la barriga llena. Mientras mi chiquillo la subía dando saltitos de alegría, que parecía que tuviera muelles en lugar de piernas yo parecía arrastrarme. Se reía de mí el hijo de su madre. Todo el oxígeno que me faltaba a mí le sobraba a él, que pareciera que tuviera cuatro pulmones en lugar de dos. Me preguntaba con sorna ¿qué te pasa papá? ¿estás cansado?
El Palacio da Pena es realmente un edificio peculiar. Su arquitectura heterogénea, curioso cruce de neogótico, neorrenacentita, estilo colonial, neomanuelino o incluso detalles de arquitectura islámica hacen del conjunto un popurrí de arquitectura algo que podría pensarse que sería desaliñado pero que en cambio, es una mezcla totalmente intencionada y el resultado es mejor de lo que uno podría pensar. Su colorido, sus extrañas perspectivas, sus curiosos adornos, todo en general lo hacen un lugar especial. El entorno, en lo alto de una montaña rodeado de un bosque inmenso, es a mi juicio majestuoso.
Aquí acabó nuestra visita. Nuestra guía nos llevó de nuevo al hotel y allí nos despedimos, y aunque estábamos cansados aún decidimos que teníamos tiempo para coger el tranvía que subía al Castelo San Jorge. Los niños tenían ganas de coger el tranvía. La idea era visitar el barrio de Alfama, e ir bajando deteniéndonos en los múltiples miradores que Alfama ostenta. Ir dejando que la noche se nos fuese echando encima, poco a poco, casi al mismo tiempo que íbamos descendiendo por Alfama. Llegamos hasta Rua da Madalena y desde ahí fuimos saltando de calle en calle en dirección al hotel hasta llegar a Martim Moriz, pasando por Praça Figueira. Cenamos algo ligero y a descansar al hotel.
Prácticamente el viaje llegaba a su fin. A la mañana siguiente después de desayunar paseamos por las tiendas buscando algunos recuerdos para nuestros familiares, así como probar algún pastel de último momento. Nos despedimos de Lisboa y nos dispusimos a regresar de vuelta a casa. Por el camino paramos a comer en una venta. Todo salió bien y disfrutamos de un viaje estupendo. Irrepetible.