A tres minutos andando de mi casa, casi a la vuelta de la esquina, hay una heladería que, en mi opinión, tiene los mejores helados en treinta kilómetros a la redonda.
Qué suerte, pensarán algunos. Y es cierto, es una verdadera fortuna tener los helados que más me gustan a tres pasos del sofá, pero, al mismo tiempo, la tentación es tan grande y suculenta, que me cuesta un enorme esfuerzo no acercarme a pesar de estar todo el día recordándome que ya han abierto, que ya han inaugurado la temporada. Allí están sobre el mostrador las tarrinas de diversos tamaños, las he visto, también las cucharillas de plástico de colores llamativos esperando dueño y un poco más abajo, las heladas delicias de suculentos sabores. ¡Qué tentación! ¡No sé cuánto tiempo seré capaz de soportar antes de sucumbir! Cada vez que paso por la puerta de la heladería noto como va enflaqueciendo mi voluntad y, en cambio, fortaleciéndose la provocación.
Estoy a punto de ceder, de rendirme. Lo presiento.
Pd: La foto disminuye la tentación.
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