Hay cosas que llegan sin darte cuenta, casi sin querer, como por ejemplo cumplir medio siglo, diez lustros, cinco décadas, 50 años. 18.250 días. Una barbaridad. Esto empieza a dar vértigo no tanto por la altura sino por la velocidad. ¿pensaba yo llegar a cumplir 50 años cuando jugaba a las canicas tirado en el suelo del patio de la casa de mis padres? Seguramente mi cabeza estaba en otras cosas menos sustanciales. No recuerdo lo que yo podía pensar sobre tan vetusto asunto en mis años tiernos, pero sí recuerdo cuando cumplí 40 (antes de ayer) que pensaba que ya había cambiado de década y todavía quedaba bastante hasta la siguiente. Pues ya está. Ya he llegado. Aunque en realidad debería decir que más que que yo haya llegado, digamos que los años me han alcanzado a mí. Por muy preparado que esté uno, al final, siempre se vive como una sorpresa.
Este año decidí celebrar mi cumpleaños como suelo hacerlo, es decir, con mi familia más cercana. Y como la fecha era algo más redonda pues invitamos en un sitio más elegante. Así que nos juntamos en el Mesón El Torillo. Comimos estupendamente creo yo, luego tarta y hasta un copazo, no sin que mi mujer me recordara por enésima vez que no debería tomar alcohol. Mi fatigado esófago se queja a veces, pero bueno, ni todos los días es el cumpleaños de uno ni todos los años se cumplen 50.
50 años más no voy a cumplir, hay que ser consciente, sería casi un milagro más de los avances científicos en medicina que por mérito propio. La vida es una tómbola, como cantaba mi paisana Marisol, y no siempre te va a tocar el premio positivo, a veces toca lo que nadie desea. Así que ya tengo claro que hace tiempo que he pasado el ecuador de mi vida. Lo digo con algo de pena pero también con la consciencia de haber intentado vivir todo lo que he podido o me han dejado y que me quiten lo bailado, que aunque no es mucho, visto lo visto, tampoco me puedo quejar.