Tuve
la suerte de verle en directo, de poder estrechar su mano, de
intercambiar unas pocas palabras con él, además de arrancarle una
sonrisa tras el concierto. Eso fue lo poco que yo le di, por lo mucho
que él me regaló.
De entre todos mis recuerdos sobresale el Bleeding Muddy Water en el Gran Teatro de Elche.
Fue una experiencia casi mística. La sala estaba casi en completa
oscuridad cuando la canción comenzó con su ritmo contundente y
persistente, la voz áspera y tenebrosa del cantante más turbio y sombrío
que haya dado la música, recitaba un sortilegio, una súplica, un ruego.
El hechizo comenzó. Nos envolvió bajo su manto cálido de profundo eco.
La música continuaba con su ensalmo, su voz desplegaba un rumor en la
sala, nadie era indiferente a lo que estaba ocurriendo. Hubo una especie
de alboroto, todos nos acomodamos en nuestras butacas, inquietos, algo
estaba ocurriendo, algo se agitaba entre nosotros y nos rodeaba, nos
cubría, entraba en nuestros cuerpos y nos elevaba. Flotábamos. La
embriaguez de la música nos había inyectado el veneno de la emoción.
Seducidos de excitación, continuamos hasta que la música cesó, entonces
todos despertamos y rompimos a aplaudir. Lanegan sonrió, nos había
infectado con su música de por vida. Y lo sabía.
Tras el concierto, con unas cervezas de por medio con los amigos, comentamos que conociendo parte de su pasado era un milagro que estuviera vivo. Poder verlo en directo fue una de las suertes de la vida. Ahora ya no está, pero me queda el consuelo de que siempre nos quedará su voz.
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