Un día cierras un libro del que sabes que tiene continuación, y además, está en casa, justo al lado del que acabas de devolver a la estantería recién terminado, pero decides que entre uno y otro vas a mezclar lecturas. Soy así, me gusta dar distancia a los libros y a los escritores, si encima son una saga, incluso me gusta darles un poco más de tiempo. Son manías que uno se va imponiendo sin saber cómo y sin ningún porqué. Se deciden casi por una cuestión de gusto y, como suele ocurrir con las costumbres que no están escritas, se convierten en ley.
Para Quirke apenas han pasado unas semanas, o tal vez algunos meses, la sensación que yo tenía es que podían haber pasado un par de años, puede que tres, pero la despiadada realidad es que han pasado más de seis. Me siento como si me hubieran soltado una violenta guantada. Uno va aplazando las cosas y luego pasa lo que pasa, la inquebrantable y consistente efectividad del paso del tiempo.
Sobre el libro han pasado más de seis años, pero cuando empecé a leerlo, daba la impresión de que fue no hace tanto que compartía con Quirke ese whisky, mientras los dos mirábamos a través de la ventana cómo una lluvia muda caía inclinada sobre las adoquinadas calles de Dublín.