En casa tenemos un hooligan del fútbol, un erudito, que se sabe el equipo, la posición, el nombre y el apellido, la edad y la altura de la mayoría de los jugadores de fútbol de Primera División y gran parte de los equipos que participan en la Champions League. Es un niño y tiene 12 años. Se llama Miguel y su pasión absoluta es el fútbol, que últimamente comparte también con la PlayStation, aunque su juego favorito, o al menos con el que pasa más tiempo jugando en la pantalla también es de fútbol. Desde muy pequeño adquirió la insana costumbre de darle patadas a casi cualquier cosa que se encontrara por el suelo, fuera redonda o no, blanda o dura. Era así. Un impulso.
Siguió jugando en la escuelita y al acabar la temporada insistió para hacer las pruebas y esta vez sí que lo seleccionaron. ¡Qué contento estaba! Desde entonces llevamos muchos años ya recorriendo los campos de fútbol de la provincia. Los niños mandan. Las pretemporadas, los entrenamientos, llueve o truene, los partidos de liga, los torneos, el frío y el calor sofocante. Comprar botas cada dos por tres. Los cardenales. Primero con el Fútbol 7 y después con el fútbol 11. Verlo crecer rodeado de compañeros, haciendo equipo, disfrutando, es de una felicidad absoluta.
La decisión que tomamos, o más bien que él tomó con su insistencia cuando aún era un renacuajo, ahora en tiempos de Covid creo que fue un acierto. El fútbol le ha permitido correr, jugar, relacionarse en una época en la que la distancia social ha incrementado la dificultad en la comunicación de los niños. También tiene aspectos negativos, claro está, como todo, pero hoy voy a mirar para otro lado.
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