La nueva normalidad de la que tanto se hablaba estaba tan instalada en nuestra cotidianidad diaria que no era nada novedosa, y de normalidad, lo cierto es que tenía poco. El curso escolar iba avanzando y sorprendentemente para mí no se dispararon los contagios en las aulas. No me lo esperaba y supuso una na sorpresa tremendamente afortunada. La temporada de fútbol de Miguel comenzó, al igual que las clases de pádel de Sofía, a las que también se había unido Miguel. Yo había dejado el teletrabajo y estaba de vuelta en la oficina. Las navidades estaban a la vuelta de la esquina y la incertidumbre de qué podíamos hacer era enorme.
Las restricciones en los horarios estaban dando saltos casi semanalmente, el clásico tira y afloja entre economía y salud para conseguir que las curvas de contagios mejoren al mismo tiempo que se pretende mantener la economía lo mejor posible, un balanceo casi imposible.
Para fin de año pudimos salir de la provincia y regresamos a Olvera, donde tan a gusto estuvimos en verano, con nuestros amigos Miguel y Sagrario y sus hijos. La cena de Noche Vieja la pasamos en el restaurante del hotel, en el que éramos los únicos huéspedes. Tomamos una cena fabulosa, donde nos trataron estupendamente y acabamos tomando las uvas delante del televisor del bar y como casi todo hijo de vecino pedimos el mismo deseo que todos los años pero en esta ocasión, si cabe, con más sentido.
En Olvera poco hicimos más que ir de un lado para otro, pasear por el pueblo, respirar aire fresco -aunque fuese a través de una mascarilla quirúrgica- y comer en terrazas a pesar de ser invierno. Nos trajimos varias botellas de aceite de la localidad, algo de sobrepeso alrededor de la cintura, y la sensación de que le sacamos el juguito a la vida hasta el límite de nuestras posibilidades.
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