Suelo elegir los libros que leo entre los muchos, muchísimos grandes clásicos que me quedan por leer. Grandes novelas, faros de referencia de la historia de la literatura, esos libros que ahora son bautizados como "imprescindibles" o "de obligada lectura". También me dejo aconsejar por unas cuantas personas que considero tienen un buen paladar con los libros, pues ya me señalaron tal o cual libro que dejó en mí un imborrable recuerdo.
Una vez que tengo un buen puñado de libros "finalistas", me dejo llevar un poco por mi olfato. No es una ciencia exacta y me he llevado enormes sorpresas, a veces amargas, a veces dulces, porque que los libros se digieran bien depende del estómago de cada cual. La carta de menú es amplia, sólo hay que acertar en la elección de los platos. Cuestión de gustos.
De todas formas, lo bueno de esto es que no es una ciencia exacta y todos hemos leído algún libro que nos gustó sólo a nosotros y otros que les gustó a todos menos a nosotros. En definitiva, que tengo una especie de metodología o plan a seguir a la hora de elegir un libro.
Pero a lo que yo iba -que se me va la cabeza escribiendo- es que la última novela que me he leído la compré sin conocer el autor, ni me fue recomendada por nadie, ni siquiera mi instinto de lector me incitaba a comprarlo. Lo hice por el título y su portada. El libro se titula Sophia. El mismo nombre que mi señora y yo decidimos ponerle a nuestra hija. Eso fue lo que me llevó a comprarlo. Eso y su atractiva edición y fotografía de portada.
Una vez que lo he leído, me reafirmo en no volver a comprar los libros ni por sus portadas ni por el título, sino siguiendo mi tradicional sistema de elección. ¡Ay!
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