En días lluviosos como el de hoy recuerdo aquellas tardes frías y lluviosas de fines de semana, cuando aún vivía en casa de mis padres, y era un adolescente ocioso y distraído.
Me vienen a la memoria como justo
después del almuerzo mi padre solía encender la chimenea y sentarse junto al calor del fuego, con sus papeles y pentagramas, mientras en la televisión echaban los documentales de La 2. Mi madre solía, después de recoger los platos del almuerzo, darle que te pego a los pedales de la máquina de coser al mismo tiempo que mi hermana parecía dividir todo su tiempo encerrada entre el cuarto de baño y su cuarto. Todos teníamos nuestros quehaceres.
Mi hermano, que era mayor, se enclaustraba en nuestro cuarto común a hincar codos, preparando su futuro, que es ahora su merecido presente, mientras yo, derrochaba mi tiempo sentado cerca del equipo de música con los auriculares a todo gas, agarrados a mis orejas, aislado de todo y de todos. Tan sólo volvía a la realidad cuando mi hermano aparecía escaleras abajo para despejarse la cabeza después de tanto estudio, y yo, entonces, dejaba todo lo que estaba haciendo e iba tras él. Loco porque jugara conmigo a lo que fuese. A piedra papel tijera, a los chinos o simplemente me sentaba en el sofá junto a él . Mi madre tenía puesta la tele viendo cualquier película programada de Paco Martínez Soria, mientras mi hermando y yo, sentados con las piernas cruzadas y enfrentadas, de manera que inconscientemente chocábamos las suelas de los zapatos. Lo hacíamos a ritmo, disfrutando de algo tan tonto y simple, pero juntos, que al fin y al cabo es lo que nos hacía felices.