Hay una época del año en la que los atardeceres parecen querer decirnos algo. Como si quisieran adueñarse del pensamiento de todos, como si nos colocara el dedo delante de los labios para pedir silencio, para que nos detengamos y simplemente observemos y contemplemos su estampa. Una pausa obligatoria.
Uno de esos días la luz sonrojada entraba anchamente por el balcón de casa inundando el salón y Sofía, mi hija, vino a preguntarme si me había dado cuenta del atardecer que estaba teniendo lugar.
La anaranjada claridad del día parecía teñir el mármol blanquecino del salón. Nos asomamos al balcón, pero con la cercanía de los bloques de viviendas de los alrededores no se podía disfrutar con total amplitud de la vista, así que decidimos subir a la azotea del edificio, desde allí se podía disfrutar de extensas vistas. Nos abrazamos mientras disfrutábamos del espectáculo.
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