Visité el Museo Pompidou, o el Centre Pompidou de Málaga con un poco de desconfianza. No soy enemigo del arte moderno, ni mucho menos, pero las peores obras que he visto las he visto en estos museos, aunque también he disfrutado de grandes obras maestras. Pero lo poco que había escuchado no era muy alentador.
La entrada fue gratuita, y es que los domingos por la tarde la entrada es libre, y como fuimos a esa hora no tuvimos que pagar.
El edificio me pareció más amplio de lo que esperaba, y estaba pensado para que la luz natural inclinase sus sombras sobre el suelo de las salas, sin perjudicar sus delicados óleos. Bien pensado todo. Bien repartidos los espacios y aprovechados al mismo tiempo. Un placer vagar por las salas.
Siempre he creído que hay obras que necesitan su tiempo, que hay que ofrecerles un espacio, una distancia, y hay que ir entendiéndolas, dejarlas que se expliquen. Ir y volver a ellas. Otorgándoles sus descansos para al regresar dejar que te hablen más en su idioma que en el tuyo. Crear una conversación intermedia entre la obra y el observador. Hay muchos factores que intervienen en este proceso. Evidentemente es un camino muy personal. Hay quien se acerca a una obra habiendo asumido mucha información que le ayude a comprender, y también los hay que se emocionan desde el primer contacto sin ningún tipo de preámbulo.
Nada es mejor que nada. Todo es válido. La idea es abandonar una obra sintiendo algo, lo que sea que la obra desprenda.
Puedo decir que abandoné el Centro Pompidou de Málaga sintiendo muchísimas cosas. Y aunque es cierto que a algunas obras les hubiera prendido fuego allí mismo, muchas otras me las hubiera llevado a casa. Algo que hoy día es posible con las fotografías.
La Gigue irlandaise (1961) - Jean Dubuffet
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