Esta tarde regresaba en coche de pasar un fin de semana junto con la familia y unos amigos en El Bosque. Un fin de semana de baños en la piscina, largas siestas en la habitación, algo de lectura y sobre todo gozosas conversaciones alrededor de delicias gastronómicas locales.
En el trayecto de vuelta a casa decidimos realizar un alto en Grazalema, localidad donde mi santa estuvo viviendo dos años. Ambos le tenemos un cariño especial a Grazalema. Pasamos muchos días juntos allí. Recién nos casamos el destino nos separó y ella tuvo que marcharse a pasar dos cursos. Ahora todo queda muy atrás y el tiempo ha difuminado gran parte de la amargura de aquellos recuerdos. Al menos a mí sólo me vienen los buenos y, en cierta parte, los añoro. Flotan en mi memoria envueltos en el aroma de la juventud, de un incierto futuro por delante que ya es realidad. Años gastados por el uso de la vida, en la que he sido bastante bien tratado, la verdad, aunque también podría poner alguna que otra queja. En cualquier caso aquel pasado fue el germen aleatorio de este presente también azaroso y caprichoso. Nuestro par de mocosos por ejemplo.
Regresar a Grazalema es algo casi cíclico en nuestras vidas. Muchos de nuestros recuerdos se pueden medir por fases grazalemeñas, similar a como los indios americanos contaban los ciclos lunares dividiendo las estaciones.
Definitivamente ya he perdido la cuenta de las veces y con las personas con las que hemos ido. En todas estas visitas me vienen de nuevo recuerdos agridulces. Es posible que con los años los recuerdos se vayan volviendo más dulces. No lo sé. Esperemos que sí.