Hace algún tiempo que ando con ganas de sentarme a escribirles una pequeña historia que me traje de Roma, espero les guste.
Disfrutábamos mi mujer Pepi y yo de unos románticos días en la ciudad eterna, nuestros días en Roma consistían en pasear ociosamente por sus calles, admirar su majestuosos monumentos... y prácticamente hicimos todo lo que se espera de un turista al uso en una ciudad como la capital italiana. Aquella noche era ya nuestra última noche en la ciudad y no queríamos despedirnos de ella sin tomar una copita de limonchelo -aun con embarazo de Pepi por medio-, así que decidimos comprar una botella, de manera que también pudiéramos llevarnos el sobrante del licor como souvenir de vuelta a casa.
Anochecía mientras caminábamos por las calles de la Ciudad del Vaticano en dirección a los quioscos que hay cerca de la Basílica, imaginando que sería fácil que los puestos estuviesen abiertos y quizás, con algo de fortuna, podríamos finalmente comprar nuestra deseada botella. Con esa intención nos dirigimos al único puesto que desde la distancia vimos abierto, pero lo estaban cerrando. Había que actuar rápido. Le dije a Pepi que me esperara sentada en un banco que había justo a la vera nuestra en ese momento y que yo iría a comprarla, a lo que ella añadió que le trajese un botellín de agua. Así apreté el paso hasta llegar al puestecillo donde me atendió milagrosamente en un inteligible italespaninglis el quiosquero y pude volver con una botella de litro de limonchelo en una mano y una botellita de agua en la otra, que al precio que me la cobraron debía ser bendita. Con una botella en cada mano volvía yo abstraído intentando calcular en pesetas, sin poder utilizar los dedos de las manos -que tenía ocupados-, lo que me había costado la dichosa botellita cuando, no sé cómo, tropecé de lleno con un abuelo vestido con sotana roja que bruscamente cayó al suelo, intenté primeramente evitarle la caída y seguidamente a levantarse pidiéndole perdón mientras él maldecía en arameo. Le siguió, al pobre hombre, una tos seca, profunda e incesante, que fue a más y el anciano con sotana empezó a ponerse blanco, asfixiado, y seguidamente morado, con una mano en su garganta y la otra en el pecho, desistí en mi intento de incorporarlo.
La situación empezó a tener mala pinta de verdad. Yo no sabía cómo reaccionar, pensé que darle agua sería buena idea, así abrí apresuradamente la botella, con la intención de ofrecerle beber, mientras veía venir corriendo a mi señora gritándome no sé qué, que no fui capaz de comprender. El quiosquero, ajeno a todo, pegó un cerrojazo al puesto que debió espantar a todas las palomas de la Basílica de San Pedro al mismo tiempo que mi corazón se aceleraba. Aquel cerrojazo me imaginaba yo, sonaría igual que el de mi celda en el Castillo Sant Angelo. Maldije, esta vez yo, mi suerte mientras miraba alrededor desesperadamente buscando ayuda. Me acordé del móvil. Lo busqué por todos los bolsillos hasta que di con él. Tembloroso lo abrí y sentí un sudor frío. ¿A quién vas a llamar?, estúpido, ¿y qué le vas a decir?, ¡y en italiano!. Volví mi mirada lentamente hacia el anciano que había dejado de hacer ruido, temiéndome lo peor. Mi preocupación era mayor por momentos pero el anciano, milagrosamente parecía haber recuperado algo de color y ese hombre, el que instantes antes estaba jadeante, medio moribundo tenía en la boca una media sonrisa que no logré a comprender hasta que vi en su mano derecha mi botella de litro de limonchelo completamente vacía. Busqué con la mirada la botella de agua en el suelo, que encontré junto al anciano. Completamente llena y cerrada.
El anciano con las mejillas enrojecidas me alzó la mano con la intención de que lo ayudara a levantarse. Hip, hip. Una vez de pie y recompuesto, se presentó amigablemente. Joseph era su nombre pero dijo que lo llamáramos Ratzi. Nos echó los brazos a Pepi y a mí por encima. Y dijo: conozco un sitio no muy lejos de aquí, hip, donde tienen el mejor limonchelo de toda Roma, hip. Hace mucho, hip que sólo bebo vino, hip.
Nos llevó a su coche, y le persuadí para que me dejara conducir, pues aunque Ratzi, como buen alemán -nos informó de camino al coche- toleraba bien el alcohol. Comprendió que no era plan de que le quitaran puntos.
Aparcamos el Papamóvil en la misma puerta de "El Cielo" que es como se llamaba el sitio, nos abrió la puerta un tal Pedro, un amiguete de Ratzi desde hace bastante tiempo -nos dijo-. Había un ambiente algo retro, una luz tenue, escasa, muchas velas y crucifijos, el tono de color de la pared era como el de toda la ciudad, un amarillo ocre, pintado hace mil años. Todo amenizado con una actuación en directo de un coro interprentando música gregoriana, que al principio me llamó la atención pero que, poco a poco, fue pareciéndome incluso adecuada, sobre todo con el profundo olor a incienso. Nada más sentarnos nos trajeron una birra que había ordenado Ratzi con sólo levantar un dedo, que resultó ser San Miguel y bien fría, que entró por mi gaznate, después de tantas emociones, como una verdadera bendición. Ratzi nos aclaró que en "El Cielo" aceptaban propinas, pero que a diferencia de en los demás sitios no se dan al terminar la cena sino que algo más tarde pasarían el cepillo, también sorprendía que los camareros vestían una sobria sotana, algunos negra, otros marrón castaño. Todo muy chic.
Lo estábamos pasando divino, la verdad, hasta que entró en el local un numeroso grupo de hijos de satanás que como no tenían reserva Pedro les hizo saber que tendrían que esperar mesa libre junto a la barra de la entrada. Comenzaron a protestar y a exigir mesa con un tono altivo, incluso amenazador pero fue aun peor cuando, sin venir a cuento, entre risitas, le tocaron el culo a María Magdalena que estaba sola en la barra, entonces Ratzi, que le pilló toda la escena de frente, se puso rápidamente en pie, se dirigió hacia él, -luego nos enteramos que se hacía llamar Diábolo- y le pidió que se arrepintiese pidiéndole perdón a María Magdalena. Se hizo un silencio sepulcral. Diábolo no sólo hizo caso omiso sino que le endiñó una directa al ojo derecho que se le quedó un poco perjudicado. En ese mismo instante todo cristo, a la vez, se pusieron en pie y empezaron a repartir hostias a cascoporro. Plaf, bum, zas.
Volaron sillas, se empuñaron botellas rotas de cristal, aquello se convirtió durante unos instantes en un infierno. Pepi y yo aprovechamos la confusión general para intentar escaparnos hacia la cocina donde milagrosamente encontramos refugio. Cristales rotos, crujir de huesos, quejidos... cada vez quedaban menos en pie. La escena era dantesca. Los hijos de satanás recibieron lo que merecían. Los pusieron colorados y mirando hacia Belén, pobres angelitos parecían almas en pena. Se lió una buena ciertamente.
Ratzi se acercó hacia donde estábamos nosotros, abrió una despensa que había de camino y sacó una botella de limonchelo. Nos la ofreció guiñando con el ojo bueno y nos señaló con un movimiento de cabeza la salida de emergencia, al mismo tiempo que se escuchaban acercarse las sirenas de los coches de carabinieri. Id en paz, dijo. Nos apresuramos en salir, cruzamos la calle como si nada fuese con nosotros, giramos la esquina y suspiramos deseando a nuestro amigo lo mejor.
Desde entonces siempre que tomamos limonchelo brindamos por su salud.
Disfrutábamos mi mujer Pepi y yo de unos románticos días en la ciudad eterna, nuestros días en Roma consistían en pasear ociosamente por sus calles, admirar su majestuosos monumentos... y prácticamente hicimos todo lo que se espera de un turista al uso en una ciudad como la capital italiana. Aquella noche era ya nuestra última noche en la ciudad y no queríamos despedirnos de ella sin tomar una copita de limonchelo -aun con embarazo de Pepi por medio-, así que decidimos comprar una botella, de manera que también pudiéramos llevarnos el sobrante del licor como souvenir de vuelta a casa.
Anochecía mientras caminábamos por las calles de la Ciudad del Vaticano en dirección a los quioscos que hay cerca de la Basílica, imaginando que sería fácil que los puestos estuviesen abiertos y quizás, con algo de fortuna, podríamos finalmente comprar nuestra deseada botella. Con esa intención nos dirigimos al único puesto que desde la distancia vimos abierto, pero lo estaban cerrando. Había que actuar rápido. Le dije a Pepi que me esperara sentada en un banco que había justo a la vera nuestra en ese momento y que yo iría a comprarla, a lo que ella añadió que le trajese un botellín de agua. Así apreté el paso hasta llegar al puestecillo donde me atendió milagrosamente en un inteligible italespaninglis el quiosquero y pude volver con una botella de litro de limonchelo en una mano y una botellita de agua en la otra, que al precio que me la cobraron debía ser bendita. Con una botella en cada mano volvía yo abstraído intentando calcular en pesetas, sin poder utilizar los dedos de las manos -que tenía ocupados-, lo que me había costado la dichosa botellita cuando, no sé cómo, tropecé de lleno con un abuelo vestido con sotana roja que bruscamente cayó al suelo, intenté primeramente evitarle la caída y seguidamente a levantarse pidiéndole perdón mientras él maldecía en arameo. Le siguió, al pobre hombre, una tos seca, profunda e incesante, que fue a más y el anciano con sotana empezó a ponerse blanco, asfixiado, y seguidamente morado, con una mano en su garganta y la otra en el pecho, desistí en mi intento de incorporarlo.
La situación empezó a tener mala pinta de verdad. Yo no sabía cómo reaccionar, pensé que darle agua sería buena idea, así abrí apresuradamente la botella, con la intención de ofrecerle beber, mientras veía venir corriendo a mi señora gritándome no sé qué, que no fui capaz de comprender. El quiosquero, ajeno a todo, pegó un cerrojazo al puesto que debió espantar a todas las palomas de la Basílica de San Pedro al mismo tiempo que mi corazón se aceleraba. Aquel cerrojazo me imaginaba yo, sonaría igual que el de mi celda en el Castillo Sant Angelo. Maldije, esta vez yo, mi suerte mientras miraba alrededor desesperadamente buscando ayuda. Me acordé del móvil. Lo busqué por todos los bolsillos hasta que di con él. Tembloroso lo abrí y sentí un sudor frío. ¿A quién vas a llamar?, estúpido, ¿y qué le vas a decir?, ¡y en italiano!. Volví mi mirada lentamente hacia el anciano que había dejado de hacer ruido, temiéndome lo peor. Mi preocupación era mayor por momentos pero el anciano, milagrosamente parecía haber recuperado algo de color y ese hombre, el que instantes antes estaba jadeante, medio moribundo tenía en la boca una media sonrisa que no logré a comprender hasta que vi en su mano derecha mi botella de litro de limonchelo completamente vacía. Busqué con la mirada la botella de agua en el suelo, que encontré junto al anciano. Completamente llena y cerrada.
El anciano con las mejillas enrojecidas me alzó la mano con la intención de que lo ayudara a levantarse. Hip, hip. Una vez de pie y recompuesto, se presentó amigablemente. Joseph era su nombre pero dijo que lo llamáramos Ratzi. Nos echó los brazos a Pepi y a mí por encima. Y dijo: conozco un sitio no muy lejos de aquí, hip, donde tienen el mejor limonchelo de toda Roma, hip. Hace mucho, hip que sólo bebo vino, hip.
Nos llevó a su coche, y le persuadí para que me dejara conducir, pues aunque Ratzi, como buen alemán -nos informó de camino al coche- toleraba bien el alcohol. Comprendió que no era plan de que le quitaran puntos.
Aparcamos el Papamóvil en la misma puerta de "El Cielo" que es como se llamaba el sitio, nos abrió la puerta un tal Pedro, un amiguete de Ratzi desde hace bastante tiempo -nos dijo-. Había un ambiente algo retro, una luz tenue, escasa, muchas velas y crucifijos, el tono de color de la pared era como el de toda la ciudad, un amarillo ocre, pintado hace mil años. Todo amenizado con una actuación en directo de un coro interprentando música gregoriana, que al principio me llamó la atención pero que, poco a poco, fue pareciéndome incluso adecuada, sobre todo con el profundo olor a incienso. Nada más sentarnos nos trajeron una birra que había ordenado Ratzi con sólo levantar un dedo, que resultó ser San Miguel y bien fría, que entró por mi gaznate, después de tantas emociones, como una verdadera bendición. Ratzi nos aclaró que en "El Cielo" aceptaban propinas, pero que a diferencia de en los demás sitios no se dan al terminar la cena sino que algo más tarde pasarían el cepillo, también sorprendía que los camareros vestían una sobria sotana, algunos negra, otros marrón castaño. Todo muy chic.
Lo estábamos pasando divino, la verdad, hasta que entró en el local un numeroso grupo de hijos de satanás que como no tenían reserva Pedro les hizo saber que tendrían que esperar mesa libre junto a la barra de la entrada. Comenzaron a protestar y a exigir mesa con un tono altivo, incluso amenazador pero fue aun peor cuando, sin venir a cuento, entre risitas, le tocaron el culo a María Magdalena que estaba sola en la barra, entonces Ratzi, que le pilló toda la escena de frente, se puso rápidamente en pie, se dirigió hacia él, -luego nos enteramos que se hacía llamar Diábolo- y le pidió que se arrepintiese pidiéndole perdón a María Magdalena. Se hizo un silencio sepulcral. Diábolo no sólo hizo caso omiso sino que le endiñó una directa al ojo derecho que se le quedó un poco perjudicado. En ese mismo instante todo cristo, a la vez, se pusieron en pie y empezaron a repartir hostias a cascoporro. Plaf, bum, zas.
Volaron sillas, se empuñaron botellas rotas de cristal, aquello se convirtió durante unos instantes en un infierno. Pepi y yo aprovechamos la confusión general para intentar escaparnos hacia la cocina donde milagrosamente encontramos refugio. Cristales rotos, crujir de huesos, quejidos... cada vez quedaban menos en pie. La escena era dantesca. Los hijos de satanás recibieron lo que merecían. Los pusieron colorados y mirando hacia Belén, pobres angelitos parecían almas en pena. Se lió una buena ciertamente.
Ratzi se acercó hacia donde estábamos nosotros, abrió una despensa que había de camino y sacó una botella de limonchelo. Nos la ofreció guiñando con el ojo bueno y nos señaló con un movimiento de cabeza la salida de emergencia, al mismo tiempo que se escuchaban acercarse las sirenas de los coches de carabinieri. Id en paz, dijo. Nos apresuramos en salir, cruzamos la calle como si nada fuese con nosotros, giramos la esquina y suspiramos deseando a nuestro amigo lo mejor.
Desde entonces siempre que tomamos limonchelo brindamos por su salud.
2 comentarios:
jajajajajaja!!!
Eres un cachondo!!! Chico, casi casi podrías proponerte escribir un libro de aventuras, de ficción, en fin, una cosa animada, con tu estilo y tu imaginación, seguro ques e vendería bien.
En conclusión, muy buena la historieta!
Nos vemos mañana (si el tiempo lo permite) en las pistas!!!
Sí, mañana nos vemos en las pista si el tiempo lo permite. Y quién sabe igual algún día escribo un libro. Ya sabes, plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro...
Gracias
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