Todos los años por estas fechas veraniegas suelen coincidir las vacaciones de mi santa, los niños y las mías y tratamos de sacarle el jugo todo lo que podemos, y si la economía lo permite, intentamos realizar algún viaje. Este año teníamos claro que queríamos quedarnos por España, y que deseábamos evitar la atestada costa y sus atiborrados destinos. Así que decidimos marcar como destino el centro de España y sus alrededores, especialmente Castilla y León.
De manera que dos días después de coger mis vacaciones, el miércoles 12 de agosto a las 6:30 de la madrugada, con todo el equipaje en el maletero del coche y con el tanque lleno de gasoill y una ilusión inmensa, comenzamos nuestro serpenteante itinerario por España.
No hicimos ninguna parada hasta pasar Despeñaperros, en Almuradiel, en una venta de carretera, donde desayunamos algo rápido y sin entretenernos continuamos el camino adentrándonos en la provincia de Toledo.
En mitad de la nada, en plena Castilla La Mancha junto a la autovía, coronando el cerro Calderico, están emplazados los doce famosos molinos y el Castillo de la Muela. Emblema y orgullo de Consuegra.
Los molinos de Consuegra no son, según parece, los gigantes del horizonte, con sus largos brazos y lanzas amenazantes, que encendieron la imaginación del ilustre Miguel de Cervantes, sino que supuestamente fueron los que hay en Campo de Criptana, pero para nosotros fueron más que suficiente para traernos a la memoria aquel delirante pasaje de El Quijote.
Visitamos uno de ellos y pudimos comprobar en su interior con un vídeo explicativo cómo se ponen en marcha y funcionan estos molinos harineros.
Nuestra segunda y última parada de esta primera jornada era Ávila. Asi que bordeamos Toledo por la autovía y continuamos hasta Ávila intramuros y en una bella plaza junto al Palacio de los Dávila aparcamos el coche. Era la hora de almorzar y como parece que los kilómetros recorridos nos abrieron el apetito, paramos en Casa Guillermo, en la Plaza del Mercado Chico, que es como una Plaza Mayor, donde también está el Ayuntamiento. En Casa Guillermo dimos buena cuenta a un chuletón de Ávila de 500 gr y otras entradas variadas, aparte de un estupendo postre de tarta de queso.
Después de haber repuesto las fuerzas adecuadamente decidimos pasear por el exterior de las murallas, contemplando su majestuosa figura. Salimos por la puerta norte, junto al Palacio de Diego de Bracamonte, y paseamos por el exterior hasta la puerta del Carmen. Seguidamente fuimos hacia la Catedral, y realizamos una visita con audioguías. A los niños les entretuvo más de lo que Pepi y yo hubiésemos imaginado. Ya conocíamos la Catedral de Ávila pero nos encantó visitarla de nuevo.
Regresamos a la Plaza del Mercado Chico y compramos las típicas y dulcísimas yemas de Ávila. ¡Qué ricas! Compramos una docena de yemas y fuimos paseando por las intrincadas calles de Ávila mientras las degustábamos placenteramente.
Volvimos a atravesar las murallas por la Puerta de Santa Teresa, hacia la Plaza de Santa Teresa, donde está la Iglesia de San Pedro Apóstol. De nuevo caminamos junto a las murallas por la Calle San Segundo hacia la Plaza de San Vicente, donde está la magnífica Basílica de San Vicente y volvimos hacia la Plaza del Mercado Chico pues comenzaba a caer la noche sobre nosotros y ya estábamos pensando en poner punto y final a la jornada.
El perfil amurallado de la ciudad le daban un aspecto tenebroso a Ávila. Un viento repentino trajo unas nubes grises y comenzaron a caer cuatro gotas. En pocos minutos las calles se vaciaron y nos refugiamos en el Bar Gredos, en una perpendicular de la Plaza Mayor, y allí acabamos tomando unas tapas que nos sirvieron como cena. Al salir ya había escampado y cogimos el coche y nos dirigimos al hotel. El día había sido largo y cansado, y el descanso estaba más que merecido.
El hotel estaba situado en las afueras de Ávila, y la habitación del hotel tenía un baño enorme presidido por una gran bañera, en la que, después de más de 600 km en el cuerpo, me di un homenaje con un baño caliente de espuma. Fin de la primera etapa.
Regresamos a la Plaza del Mercado Chico y compramos las típicas y dulcísimas yemas de Ávila. ¡Qué ricas! Compramos una docena de yemas y fuimos paseando por las intrincadas calles de Ávila mientras las degustábamos placenteramente.
Volvimos a atravesar las murallas por la Puerta de Santa Teresa, hacia la Plaza de Santa Teresa, donde está la Iglesia de San Pedro Apóstol. De nuevo caminamos junto a las murallas por la Calle San Segundo hacia la Plaza de San Vicente, donde está la magnífica Basílica de San Vicente y volvimos hacia la Plaza del Mercado Chico pues comenzaba a caer la noche sobre nosotros y ya estábamos pensando en poner punto y final a la jornada.
El perfil amurallado de la ciudad le daban un aspecto tenebroso a Ávila. Un viento repentino trajo unas nubes grises y comenzaron a caer cuatro gotas. En pocos minutos las calles se vaciaron y nos refugiamos en el Bar Gredos, en una perpendicular de la Plaza Mayor, y allí acabamos tomando unas tapas que nos sirvieron como cena. Al salir ya había escampado y cogimos el coche y nos dirigimos al hotel. El día había sido largo y cansado, y el descanso estaba más que merecido.
El hotel estaba situado en las afueras de Ávila, y la habitación del hotel tenía un baño enorme presidido por una gran bañera, en la que, después de más de 600 km en el cuerpo, me di un homenaje con un baño caliente de espuma. Fin de la primera etapa.