La nueva normalidad parecía que iba ganando terreno a los cansinos y tristes días de confinamiento. Y aunque las mascarillas y los geles de mano seguían siendo una accesorio habitual en el día a día, poco a poco fuimos atreviéndonos a realizar algunas actividades.
La pasarela forma parte de la Senda del Litoral que hemos recorrido en muchos tramos, pero no precisamente ese. Visitamos dos de los observatorios, el de Laguna Escondida, que sin embargo fue el primero que encontramos y después el Observatorio de Laguna Grande, desde donde pudimos ver algunos flamencos, aunque no eran de color rosa, lo que provocó una decepción en Sofía, que se los esperaba del color que los ha hecho tan universales. También avistamos cormoranes, que si bien ninguno de nosotros es ni de cerca un avezado ornitólogo, sí nos informamos antes de acudir con la intención de poder distinguir por comparación algunas aves, aunque fuese con ayuda de algunas fotografías. Me quedé con las ganas de disfrutar de la malvasía cabeciblanca, que es una especie de pato de cabeza blanca, con pico de color azulado. La desembocadura del Guadalhorce se ha convertido en un enclave ecológico único para el avistamiento de ciertas aves. Después de la gran caminata, regresamos al coche, y por el paseo marítimo de Málaga, a la altura de la Playa de la Misericordia, antes de La Térmica, repusimos fuerza rellenando el buche en una terraza antes de regresar a casa.
Fuimos a pasear por El Palo, que es una de las zonas de la capital que tenemos menos visitada. Aparcamos cerca de una calle muy próxima a la costa que estaba plantada de enormes árboles eucaliptos, que me recordaba a la amplia zona de eucaliptos que había en Fuengirola junto al antiguo zoológico, lo que es ahora el Parque del Sol, donde ubicaban un mercado y mi madre me llevaba para comprar frutas y verduras. Comenzamos por el paseo marítimo a la altura de Pedregalejo, paseando delante de un mar en calma, que bañaba con su tímido oleaje las orillas en forma de conchas de los Baños del Carmen. Miguel afirmaba que eran unas playas muy buenas para venir con niños pequeños porque al estar muy recogidos y tener poca profundidad podrían disfrutar del agua a sus anchas.
Al final del paseo está El Tintero, del que tengo muy gratos recuerdos, porque allí fui con mis abuelos casi la última vez que comimos juntos. Después deshicimos el camino completo, pero con un helado en la mano y el caminar más lento. Porque los niños siempre caminan más ligero cuando tienen el apetito abierto y saben que lo pueden saciar al final del trayecto.