Cumplir años cuando se es joven es algo parecido a un estado de alegría plena, una satisfacción acompañada de felicitaciones y celebración y también de muchos regalos. Algo así como una promesa de futuro. En cambio, cuando los años se van acumulando en la piel, la mirada de dicha va mutando, se mantienen ciertos rituales, continúan las felicitaciones y los regalos, que probablemente se reciben con menos entusiasmo. La promesa de futuro existe, pero hay una cierta consciencia de finitud.
Mi maestra en todo esto es mi profesora personal, mi compañera de vida, mi Pepi. Ella va dando pasos a los que no quito ojo y con ellos va marcando un camino que yo sigo a pies juntillas. Como si fueran un mandato de vida. Salirme de sus huellas es casi perder el pie al borde de un precipicio. Así voy y no me va mal.
En septiembre llegó su cumpleaños, y como este año caía en jueves decidimos ir los cuatro a cenar a algún sitio que Pepi quisiera. Eligió un restaurante japonés, así que allí fuimos. Le comentamos al cocinero que era su cumpleaños y le dio felicidades en japonés. No soy capaz de repetir lo que dijo, pero sí he sido capaz (gracias al traductor de Google) de poner el título de esta entrada: El cumpleaños de Pepi, en japonés -tonterías mías-.
¡Felicidades, cielo!
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