En navidades, nuestra hija Sofía, con el poco dinero que había ganado dando clases particulares, con un enorme esfuerzo de apretarse el cinturón y apartar moneditas de aquí y de allí, además del asesoramiento de mi hermano, nos regaló a Pepi y a mí un vuelo de ida y vuelta a Pisa, con la intención de que visitáramos Pisa y Florencia, ciudades que personalmente estaba deseando conocer. Pepi ya las conocía, ya que en el viaje de estudios del instituto realizó un tour por Italia, aunque ha pasado tanto tiempo que, según comprobamos, poco recordaba de la ciudad. Por esta circunstancia de que ella ya las había visitado, las habíamos ido dejando atrás en nuestros viajes. ¡Pero Sofía las adelantó por la derecha!
Aterrizamos en el aeropuerto Galileo Galilei alrededor de las siete y media de la tarde de un lunes de semana blanca, rodeados de un cielo denso de nubes grisáceas. Bajamos del avión con el equipaje de mano y en la misma puerta del aeropuerto cogimos un taxi que nos acercó a la puerta de nuestro hotel en la ciudad, The Rif. No había nadie en el hotel para recibirnos. Era un hotel boutique de estos que se han puesto de moda ahora que son con autoservicio. Ya saben aquí tienen un código, allí pueden recoger las llaves y en este número está su stanza. La habitación estaba en perfecto estado, amplia, muy bien decorada y con el baño moderno, que es como le gustan a Pepi. El hotel era un pequeño palacete situado a escasos metros de la Piazza dei Miracoli.
Una vez instalados, cogimos un paraguas, nos abrigamos y bajamos hacia la plaza declarada Patrimonio de la Humanidad. Era noche cerrada y el cielo parecía que en cualquier momento podía vomitar un buen chaparrón. No nos amedrentó. Accedimos a la plaza por la Porta Nova, la más cercana al Battistero di San Giovanni, famoso por su estupenda acústica como al día siguiente comprobamos.
La Cattedrale di Pisa mantenía un andamiaje en gran parte del ala más cercana a la Torre di Pisa. Supusimos que debido al mantenimiento, pareciera que la catedral sufriera un dolor en el costado y el andamiaje estuviese ayudando a aliviar el padecimiento. Posiblemente -supusimos- un castigo inevitable por la edad.
Todo me pareció de un tamaño inmenso. Estamos tan acostumbrados a ver la típica foto de colocar las manos sosteniendo a la Torre di Pisa, que para que quepa en la foto, siempre es una foto alejada. Quizás por eso mi sensación era de que todo era más pequeño. Caminamos despacio queriendo mantener en nuestra memoria esta visión para siempre. Tras un buen rato, al final del paseo, junto a la Fontana barroca dei Putti, donde tres querubines sostienen el escudo de la localidad, empezaron a caer unas gotas premonitorias. Era el momento de ir a buscar un restaurante que sólo debía cumplir un requisito, que fuera de cocina típica toscana.
Mientras cenábamos, la lluvia apretó de lindo durante un buen rato. Cuando parecía que había parado de llover, pedimos il conto. Tras apoquinar, regresamos a la Piazza dei Miracoli y nos encontramos aún con menos gente. Casi lo único que se escuchaba en la plaza era el sonido de nuestros pasos. Estábamos prácticamente solos. La torre inclinada, o campanario, seguía en pie a pesar de lo que apretaba la gravedad, y así lleva siendo desde su construcción allá por el año 1173. La plaza es una joya del arte románico con merecimiento. Paseamos un buen rato de aquí para allá observando la belleza de cada detalle. Imposible quedar indiferente. Regresamos al hotel que a la mañana siguiente habíamos previsto un buen madrugón.
