Jean Echenoz es uno de esos autores que tienen una mano para el rigor y otra para la belleza. Es de esos escritores que utilizan el adjetivo como un francotirador. Si no es necesario gastar una bala no se gasta, pero si se pulsa el gatillo, el acierto será certero. No es autor de largos discursos ni de novelas con tramas de extensiones epopéyicas. Al contrario, cuando reparte cartas en esto de la literatura, suele esconder bajo la manga ese dicho, tan común como acertado, de que lo breve si bueno, dos veces bueno.
Sus novelas suelen ser cortas, son casi relatos largos y le suelen colocar la etiqueta de escritor elegante, y de frecuentar el humor y practicarlo fuera de lugar. Hay cierta verdad en esas afirmaciones pero hay más que todo esto entre las líneas del autor francés. Hay sencillez pero también atención a los detalles.
No hay ninguna ambición técnica, no se explican los inventos, ni las circunstancias que lo trajeron a su cabeza, ni siquiera hay detalle en la forma de llevarlos a cabo, pero sí está la melancolía de las horas de soledad, del sentimiento de buscar el fin sin tener en cuenta las consecuencias. Es muy recomendable. Yo lo disfruté mucho.
Acabo de recordar que ya había escrito mis impresiones de una de sus novelas. Lo hice hace casi diez años. En aquella ocasión fue 14. Un libro sobre la Gran Guerra. Recuerdo que fue una maravilla de libro que años más tarde me trajo a éste. ¡Cómo pasa el tiempo!
Me gustaría señalar que no suelo elegir las novelas por sus portadas, que incluso lo rehúyo. Hubo un tiempo en el que uno era joven y cometió esos errores. Es cierto también que las buenas ediciones te atraen, y que es imposible no sentirse cautivado por algo que consideras bello. En esta ocasión, fue inevitable sentirme hechizado por la foto elegida para la portada. Es fascinantemente atrayente.
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