Llegamos en tren Estación Central de Bruselas, una de las tres estaciones que existen en la ciudad. Al igual que en Brujas, cuando abandonamos el hotel, estaba lloviendo, un chirimiri ligero y monótono que fastidia tanto las gafas de mi mujer. Teníamos nuestro hotel en Bruselas situado muy cerca de la estación y nos llevó unos cinco minutos en llegar a pie hasta él.
Como llegamos muy temprano aún no tenían preparada la habitación, pero nos asignaron una en la planta sexta, la planta más alta de todas, con vistas a La Grand Place, con techos inclinados, que hacía esquina y tenía dos ventanas, cada una a una calle distinta. Un lujo de habitación, sin embargo no pudimos hacer uso de ella en ese momento, de manera que dejamos las maletas junto a la recepción, porque teníamos muchas visitas previstas en nuestro primer día en Bruselas.
El Museo de Bellas Artes es verdaderamente impresionante, un regalo para los ojos, especialmente la sala de Rubens, aunque hay grandísimas obras de arte como La muerte de Marat de Jacques-Louis David, que siempre quise admirar, La tentación de San Antonio de Dalí, o La lectura de Bisschop, entre otros muchos, muchísimos maravillosos cuadros.
Al salir del museo pudimos ver a gran distancia el enorme edificio del Palacio de Justicia, el edificio más grande de Europa. Volvimos sobre nuestros pasos hacia la Place Royale, por la Place des Palais, delante del Parque de Bruselas, donde está el Palais Royal (Palacio Real), que hoy día es la residencia oficial del monarca belga y su familia. Dicen que cuando el rey se encuentra en el país una bandera ondea en palacio, y ese día ondeaba.
Se nos hizo tarde y bajamos al centro a buscar algún lugar donde comer algo rápido para continuar con nuestras visitas por la zona, porque ya se sabe que en Bélgica hay que darse prisa porque la mayoría de las visitas terminan entre las cinco y las seis de la tarde. Encontramos un griego que preparaban kebabs con patatas fritas y tenía una terraza con sombrillas de la marca Leffe, así que no tuvimos que buscar más. Los kebabs no estuvieron muy buenos pero al menos fue barato y rápido.
Al salir del Palais volvieron a caer unas gotas, lo suficiente para que no nos entretuviésemos en hacer fotos de exteriores y nos hiciera dirigir nuestros pasos hacia la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula, que no estaba muy lejos de allí y nos ofrecía resguardo. En la catedral hicimos un parón disfrutando del silencio apacible y sosegado que siempre poseen los centros religiosos. Abrimos el libro de la guía y buscamos todo lo que el libro aconsejaba visitar, desde el púlpito barroco, las vidrieras del Juicio Final o los restos románicos que subsisten en la cripta, como por supuesto su fachada de dos torres gemelas de aproximadamente el siglo XIII.
Desde allí encaminamos nuestros pasos hacia La Grand Place, sin lugar a dudas lo más hermoso de Bruselas. El corazón de la ciudad. La primera vez que se entra en la plaza uno se queda sin palabras, es todo ojos. Siempre está animada, de día y de noche, casi a cualquier hora, con sus adornados edificios gremiales, el estilizado ayuntamiento, los bustos de piedras en las fachadas neoclásicas, las cúpulas en algunos edificios, dan un aspecto general grandioso e imponente sin reducirle o menoscabar un ápice de su hermosura.
Seguimos en busca del último objetivo turístico del día, el famoso niño meón de Bruselas, el Manneken Pis, símbolo reconocido de la ciudad. Nos hicimos unas fotos con él, y nos quedamos un poco con cara de: bueno vale, ya está.
Volvimos al hotel para descansar un poco y estirar las piernas tumbados en la cama, porque luego planeamos cenar en una pizzería que había cerca de nuestro hotel. Después de la cena volvimos a dar un paseo por La Grand Place y alrededores donde echamos el ojo a alguna cervecería que otra y al famoso Théâtre Marionettes de Toone.
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